Reconstruyendo la educación (1): la noción de analogía

Si pretendemos volver educar a alguien alguna vez convendría hacer acopio de conocimiento real y protegernos tanto de iluminados como de injerencias, pero sobre todo debemos concentrarnos activamente en la formación de profesores. No del profesorado, ojo, sino de profesores.

La primera idea perdurable que deberíamos transmitirles tiene que ver con el deporte: los jugadores no entrenan ese ejercicio en concreto porque vayan a encontrarse ese ejercicio en concreto en el momento de la verdad (que también), sino porque ese ejercicio en concreto produce cambios perdurables sobre su cuerpo y mente.

Los estudiantes no estudian ese contenido en concreto porque se lo vayan a encontrar en el momento de la verdad (que también), sino porque ese contenido en concreto produce cambios perdurables sobre su cuerpo y mente.

Desconfíen de cualquier pensamiento que no se pueda resumir fácilmente. Este es el contenido de esta entrada: En una clase de Primaria no se trabajan las dicotiledóneas ni la morfología, sino única y exclusivamente la mente de los alumnos.

Es decir: después de realizar un ejercicio, de entender, de estudiar, incluso de memorizar, el cerebro (que no es un músculo, pero que se trabaja como tal) experimenta cambios que lo habilitan para enfrentarse a aspectos análogos de la vida pasada, presente y futura del estudiante. El estudio nunca es gasto, sino inversión.

No les enseñamos sintaxis por la sintaxis, que también, sino por la mejora que entender el funcionamiento de la sintaxis opera en su cerebro. Para que por analogía comprendan mejor procesos semejantes. El resto de sistemas, ni más ni menos.

Esto vale para todo aquello que los profesores, bloqueados, no sabemos cómo justificar: hacer raíces cuadradas, saberse la lista de los reyes godos, comprender y practicar análisis morfológico o la mencionada sintaxis. El test de Cooper, llegado el caso. Memorizar las preposiciones (con durante y mediante en su sitio), recitar de cabeza un soneto de Lope. Copiar un texto, parafrasearlo, entresacarlo, sintetizarlo, ampliarlo, comentarlo. Traducirlo.

Al entender la jerarquía de las operaciones combinadas («Es que a mí las Matemáticas no me van a servir para nada») uno entiende que hay un orden en el mundo y que ese orden tiene unas reglas. Orden en al menos dos sentidos: temporal y de relevancia. Aprende a interpretar las relaciones entre los elementos de un sistema, a inferir, a percibir algo tan relevante como la lógica, es decir, a pensar lógicamente, es decir, a proferir menos estupideces. A razonar con sentido, que es lo contrario de lo que hacen ahora; razonar consentidos.

¿Queremos digitalización? Estupendo, nada tan útil como la poesía o el solfeo, que enseñan al cerebro a tratar con lenguajes formales, o la Filosofía, que lo entrena en las reglas de inferencia y las tablas de verdad, o la sintaxis, claro, que propone que para comunicarse con precisión (cuánto más frente a una máquina) no basta la buena voluntad.

En educación primaria y secundaria el sujeto siempre es más importante que el objeto, porque mientras desconocemos a qué se dedicará ese joven estudiante sabemos que esa herramienta alucinante, su mente, será siempre su principal capital, su cuerno de la abundancia. Que mientras la tenga y la atesore podrá decir orgullosamente, con William Ernest Henley, «Soy el amo de mi destino, soy el capitán de mi alma».

Claro que les da igual cuántos pasteles pueda comprar Margarita, y a nosotros también, pero nosotros, a diferencia de ellos y de sus padres y de sus pedagogos y de sus psicólogos y sus psiquiatras y de sus coaches y sus counsellors y sus mentores y de sus consejeros y ministros de Educación y sus psicopedagogos emocionales y sus podcasters y sus tiktokers y de la madre que los parió a todos ellos, nosotros los profesores sí sabemos que calculando cuántos pasteles puede comprar Margarita están amueblando su cerebro para lo que vendrá, porque aunque el cerebro no sea un músculo se entrena como tal, y para convertirlo en una herramienta poderosa es más importante el esfuerzo y la repetición que la complacencia y la pose.

También sabemos, porque los antedichos son demasiado ignorantes o demasiado malvados para contarlo, que esa educación real y capacitante no está reñida con todo aquello a lo que se agarran los neopedagogos porque no saben ni entienden de nada más (como el neomarxismo se agarra al ecofeminismo porque todo lo demás lo hunden sistemáticamente), es decir, no está reñido con la empatía ni con la sonrisa ni con la educación en virtudes y valores y asombro e iconoclastia, llegado el caso.

Estamos por una educación real con resultados reales, y ello pasa por volver a conferir a los profesionales de ese oficio maravilloso que es el magisterio el conocimiento, las herramientas y la convicción, pero sobre todo la preeminencia y la autoridad que les permita volver a producir seres humanos completos, únicos, libres y poderosos.

Caminar erguidos

Algunos de los más afamados vendechicles destacan la pertinencia de caminar erguidos. Nada que objetar; caminar encorvados es fuente de problemas lumbares y tragedias cervicales.

Algunos de ellos (gurús de podcast, filósofos de baja intensidad) fuerzan más el consejo y establecen el hábito de la rectitud espinal como detonante de un sinnúmero de bondades físicas y mentales. Emocionales, repiten como mantra ineludible. Caminar erguidos, al parecer, desencadena una reconstrucción del ser, una epifanía del amor propio. Los más estomagantes acompañan la retahíla de una cierta alegoría de la mirada: la barbilla alta, vista al frente, el horizonte al alcance. Resucitar la coronilla desencadena, según vemos, mejoramientos de todo pelaje.

Comprendiendo y compartiendo parte de lo antedicho, lo que aquí se propone es una inversión en los términos, atentos. Se trataría primero de realizar algún hecho del que estemos orgullosos. No tiene por qué ser, en contra del exhibicionismo algo suicida que impera, una gesta notable, ni siquiera pública. Puede quedar en el acogedor santuario de la intimidad ―el lugar donde ocurre todo lo importante―. La única coindición es que nos sintamos orgullosos de esa pequeña conquista. Entonces y no antes deberíamos caminar como si nos sintiéramos orgullosos o, con más propiedad, caminaríamos con legítimo orgullo. Aparece entonces, así planteado, cierto aroma de engañifa en el consejo de los divulgadores que trabajan más la inflexión de su voz que la composición de su biblioteca.

Trabajo y luego orgullo y no al revés encierra un posicionamiento ideológico, toda vez que la izquierda denuesta el esfuerzo por motivos que me resultan ajenos. Pero encierra sobre todo una directriz fecunda en una de nuestras obsesiones, en palabras de Ferenc Copà: la educación.

La moda, esa mentirosa permanente, nos enseña a fomentar la autoestima como si los niños fueran idiotas, es decir, sin que haya relación entre el orgullo y su fuente. Como si la autoestima fuera la causa y no el efecto, la figura y no el reflejo.

Prueben a hacerlo al revés (todos somos educadores alguna vez). Enseñen algo, por nimio que resulte, pero enséñenlo a conciencia. Observen el efecto que ese aprendizaje real tiene en su discípulo. Construyan alrededor de ese conocimiento, valoren en su justa medida ese pedacito de sabiduría. Ahí, entonces, en ese orden. Cuánta felicidad dará ese trocito de Elíseo.

Un (enorme) rayo de esperanza

Ya lo saben: la Comunidad de Madrid va a prohibir para el próximo curso el uso de pantallas en Educación Primaria pública y concertada. Interesan diversos aspectos de la decisión, el más importante de ellos el de que los colegios dejemos de ser agentes de adicción para los miembros más frágiles de la sociedad. Dicho sin ambages, la decisión impedirá que los profesores sigamos siendo los primeros camellos de los niños madrileños.

Hace dos semanas en este blog se avisaba de la posibilidad de hacer el ridículo intentando ser el más moderno y convirtiéndose como por arte de magia en caspa.

Las pantallas son de pobres

Mi compromiso con este blog es el mismo que el de Phoebe con los niños de la biblioteca: no sé qué de una vaca y unas hamburguesas.

Una persona confiable lo dijo hace tiempo: los hijos de las élites están aprendiendo a amasar pan. La pantalla es la destilación perfecta de la mentalidad de pobre: una trampa del crecimiento bajo un aspecto de sofisticación.

Ahora vamos con eso, pero para caracterizar la diferencia entre la mentalidad de pobre y la de rico (y no es necesario ser ni una cosa ni la otra para tener ni una ni otra mentalidad) valga el concepto de los gastos termita. Los gastos termita son esas pequeñeces que el pobre, pensando que consumir es de ricos, acomete sin rebozo. Total, son tres euros. Total, 1,80. Total, 400 euros al mes. El rico, en contra de lo que piensa el pobre, no gasta. El rico ahorra, y solo gasta cuando después de mucha reflexión decide que ese gasto esa inversión merece la pena, entre otras cosas, porque la heredarán sus nietos. El rico gasta pocas veces aunque gaste mucho más en cada operación; le sigue compensando.

La pantalla es la materialización de lo que deberíamos llamar el tiempo termita: creyendo que estamos haciendo algo con nuestro recurso más preciado, lo estamos en realidad tirando por el desagüe, como si nos sobrara, de la misma manera que hacemos con los tres euros o el 1,80. Total, lo miro dos minutos. Total, lo vuelvo a desbloquear. Total, 300 horas al mes.

Por si fuera poco, a menudo las dos termitas se juntan, porque ¿quién no tendría la aplicación de Amazon en el móvil, con lo cómoda que es? ¿Han visto lo accesible que es la página de Zara? Y si por mala suerte necesito pagar en vivo puedo al menos hacerlo con mi iPhone, como los ricos. Total, por unos ridículos 20 euros al mes hasta 2030 Movistar casi me lo está regalando. Los ricos heredan las mesas de roble de sus antepasados, pagadas a tocateja; los pobres heredan las deudas de sus abuelos por un móvil que ya no existe.

Cui prodest? Todo círculo necesita un cierre, un broche, una burla final. ¿A quién beneficia esa miradita al móvil, ese euro con ochenta? Lo han adivinado, a los que compran mesas de roble macizo para seis generaciones. Uno no se pasa la infancia amasando pan y estudiando libros de verdad para ser pobre, sino para diseñar la trampa del crecimiento suprema: el método de drenaje definitivo del exiguo peculio de los pobres. Los pobres somos vacas lecheras en los establos de las empresas transnacionales. La próxima vez que vean a un rico sosteniendo una tablet observen hacia dónde apunta su pantalla.

© Matt Buchanan CC BY 2.0

Digitalizando la nada

El problema de los dibujos y cuadros que solo buscan ser modernos, ser consciente y rabiosamente modernos, es que tanto el papel como el barniz amarillean.

Para no hacer el ridículo es muy importante imitar a los inversores: que el último euro lo gane otro. No ser el único en utilizar «empoderamiento», «digitalización» o, ya lo verán, «inteligencia artificial».

El problema de intentar ser solo moderno, por ejemplo, en educación, es que de repente uno se da cuenta de que no hay nada mas casposo que ese Kahoot! que uno acaba de hacerle a sus alumnos.

El Gobierno, que no sabe absolutamente nada sobre educación, se está gastando 50 Broncanos (1 400 000 000 de euros, aunque quién sabe, lo mismo el dinero termina invertido en una sauna) en «avanzar y mejorar en la digitalización de la educación», es decir, en crear adictos a las pantallas.

El plan se llama #DigEdu y, para dar vergüenza desde el principio, tiene un anacoluto ya en el nombre: Plan de Digitalización y Competencias Digitales del Sistema Educativo, no solo porque a nadie en toda la Administración le importa un ardite expresarse con corrección, sino porque es más prudente que nadie se haga ilusiones con la capacidad de este y cualquier otro plan que dependa del Estado para promover una educación real, una formación integral del ser humano, una transmisión de esa herencia inefable que llamamos cultura.

No conozco a ningún profesor, pedagogo ni alumno mínimamente serio que sepa decirme una sola ventaja de estudiar pegado a una pantalla. Si no me creen, tomen la tableta de su hijo y abran la versión digital del libro de texto. Imaginen tener que estudiar en ese soporte. En serio, se lo ruego, háganlo.

Las multinacionales tecnológicas han acumulado tanto poder que los conceptos de grupo de interés o grupo de presión se quedan a la altura del betún a la hora de intentar cuantificar su capacidad de influencia. Son más poderosas que los Estados, en parte por el volumen de capital que han acumulado en los últimos años y en parte porque estamos pasando una fase (espero que transitoria) de empollardamiento colectivo.

Si entran en la presentación del plan y no mueren de alipori con los vídeos, puede que lleguen al final y puedan leer las únicas dos palabras de la página que no están hechas de humo: robótica y programación. Es evidente que la electrónica constituye un tipo de tecnología utilísima que permite, por ejemplo, hacer tomografías computerizadas u operar a miles de kilómetros de distancia con un Da Vinci. La electrónica es una tecnología (una de ellas, no la tecnología) fascinante, una herramienta casi indispensable, pero no es ni puede ni debe ser el norte ni la guía de ninguna educación que se precie de serlo.

Pero la moto que las tecnológicas le siguen vendido a Bruselas y a todos los gobiernos no es la de la programación (disciplina exigente a la que nunca se dedicará, por otra parte, el 100 % de la población), sino la más cuestionable de pasar el dedo por una pantalla para, insisto, crear desde pequeñitos adictos a sus productos.

Educar cómodamente

Cuando evitamos a nuestro, pongamos, hijo adolescente una bronca merecida, ¿a quién le estamos haciendo un favor sino a nosotros mismos?

Dice Gregorio Luri que la sobreprotección es una forma de maltrato.

Es difícil explicar esto en una sociedad en la que colorear emoticonos se considera «educar en emociones», pero en el proceso de educar a un adolescente hay inevitablemente fricciones; o bien hay fricciones o un adolescente maleducado. Cuando niños somos bastante tiranos porque desconocemos la empatía. Crear situaciones incómodas (los enfados aducativos deberían ser siempre fingidos, es decir, buscar un refuerzo negativo y no reflejar ira real) es una poderosa herramienta en la durísima labor de educar a nuestro dragón.

Entonces llega el momento en que o bien por cansancio o bien por una idea de las relaciones humanas (casi) tan pueril como Yolanda Díaz decidimos que la tropelía que acaba de llevar a cabo nuestro adolescente, es decir, nuestro adulto en prácticas, va a ser pasada por alto para evitar el conflicto.

¿A quién demonios creemos estar beneficiando? A cambio de mantener la apacibilidad de la tarde y evitar bajar puntos en el inestable ranking de afectos de la criatura, fomentamos que cuando tenga 25 años sea un imbécil irreversible.

¿Existe una muestra mayor de egoísmo que esa? Este contraste es terriblemente claro cuando los padres educan cada uno por su cuenta: cuando uno de ellos pone las miras en el adulto por venir y el otro en caer bien a su cachorro. Para más inri, aquel de los progenitores (lo que la progresía llamaría «progenitor A») que cambia el futuro adulto mentalmente sano por la tarde tranquila se convierte en eso que da tanto alipori como el padre-colega, mientras el otro sacrifica su ratio de molonidad a cambio de erradicar la estupidez de la mente de su hijo.

Entonces, quien por defecto blandea en la maravillosa y agotadora tarea de convertir a un adulto potencial en un adulto con raíces nutricias y ramas proclives a la colaboración y el amor es no solo un pésimo padre o profesor o educador eventual (recuerden que en África dicen que hace falta toda una aldea para educar a un niño), sino un egoísta que se oculta en una falsa magnanimidad y que en realidad se pone por delante a sí mismo antes que la felicidad futura de su hijo y de quienes le rodearán.

Esta misma blandura farisaica es la que asoma a modo de sonrisa de hiena por las comisuras de los políticos grimosos que bailan en las tarimas de los mítines y prometen que todo va a ir bien sin ni siquiera esforzarnos ni esforzarse. Esos que proclaman que el esfuerzo es un valor antiguo (o lo que es mucho peor, tradicional) y que si nos volvemos tan ceporros e insustanciales como ellos todo irá bien porque la vida es una taza de Mr. Wonderful.

Pero ¿qué digitalización?

Nota previa: posiblemente ninguna palabra haya sufrido más la fantasmagoría del seductor término tecnología como la modesta y significativa informática. Informática es lo que deberían aprender los estudiantes. Tecnología es un paraguas indefinido que nos permite seguir implantando la nada.

Uno no comprende el volumen y calado de la farsa hasta que no le pide a un adolescente (un nativo digital) que escriba y envíe un correo electrónico o que se descarge un archivo y lo meta en un pen. En serio, prueben.

Digitalización, lo llaman. No consiste en que los alumnos aprendan programación, ofimática o edición de vídeo, cuestiones todas ellas de tremendo interés. No. Digitalización, tal y como se entiende y se implementa en la escuela española significa preparar al alumnado para que en el futuro próximo sean ávidos consumidores de servicios digitales. Las instituciones patrias, al dictado de las multinacionales tecnológicas, convierten a los jóvenes en adictos precoces a la dopamina ―no se engañen, digitalización solo significa tener una pantalla delante― para que en un futuro próximo les paguen (a las tecnológicas) las facturas que les están dejando proyectos inciertos como la inteligencia artificial, que por cierto se llama inteligencia artificial porque algoritmos correlacionales espantaría a los inversores.

Ockham

Una de las derivaciones más importantes del nominalismo de Guillermo de Ockham es que permitimos con frecuencia que las palabras saquen los pies del tiesto, nos embrujen y nos pongan a su disposición. Casi nada es bueno o malo per se: esa misma capacidad de maravilla del lenguaje está detrás de la fascinación literaria, pero en el caso que nos ocupa, como en tantos otros, provoca malentendidos de consecuencias devastadoras.

El propio Ockham nos brinda una solución: la economía de medios. Ockham podría haber escrito sin despeinarse El traje nuevo del emperador. No es necesario construir abstrusas teorías filosóficas para contrarrestar la mercadotecnia de las tecnológicas y el yugo con el que someten a los gobiernos. Basta con anunciar sin aspavientos y con firmeza que lo único que sus hijos están aprendiendo es a pasar el dedo por una pantalla.

P. S.: Qué maravillosa forma de cerrar el círculo: digital viene de digĭtus, dedo, porque la base de nuestro sistema numérico son los dedos de las manos (por eso, como saben, utilizamos un sistema decimal). Por tanto, el lenguaje nos engaña en este caso con la verdad. Estamos enseñando a nuestros alumnos a usar el dedo, más o menos como en la paredes de las cuevas primigenias.

P. P. S.: Recuerden que el homenaje de Eco con el protagonista de El nombre de la Rosa, Guillermo de Baskerville, es doble: Baskerville por Holmes, pero Guillermo por Ockham.

Parecer sofisticado (la pose infinita)

En algún momento de los años 70, mientras los miembros del equipo de rugby de cualquier escuela universitaria «salían a correr» (y esa gente corre como salvajes) con una camiseta de la panadería de su pueblo, algún moderno con la necesidad de resultar interesante pensó en que lo que había que hacer era «footing». Hacer footing era muy parecido a salir a correr, pero mucho más sofisticado.

En los 90, cuando hacer footing había perdido el oropel de lo moderno por razón de antigüedad, los innovadores de turno decidieron decantarse por el jogging. Como sin duda imaginan, hacer jogging es muy parecido a salir a correr, pero a la vez fácilmente distinguible: los que practicaban jogging llevaban auriculares, todavía de cable, y estiraban de forma ostentosa en los semáforos para lucir las Naiki (si hacías jogging decías Naiki) fosforitas.

Diez años más tarde, cansados del jogging, sus practicantes se entregaron al running o, de forma más literal, «le pegaron al running». Como a estas alturas ya habrán adivinado, el running es terriblemente parecido a salir a correr, con la diferencia de que cuando el runner ya se ha bebido litro y medio de Aquarius para reponer electrolitos y ha subido una story con un mapa de su itinerario, los miembros del equipo de rugby de cualquier escuela universitaria española siguen corriendo con la camiseta de la panadería del pueblo y una coquillera de cuero repujado. Siguen corriendo, me refiero, desde el año 73.

Ese anhelo por parecer sofisticado que tan bien conoce Pantomima Full («Sal de tu zona de confort», «Chicos, ya está la quinoa») es inocuo cuando alguien decide salir a correr de forma glamurosa, pero resulta fatal y/o grotesco en otras actividades humanas. Abran LinkedIn y sabrán a qué me refiero, aunque aquí hemos venido a hablar de educación.

Verán. Si no están familiarizados con los congresos, seminarios o jornadas sobre educación, podrían pensar que tienen algún contenido real. Al fin y al cabo, cuando uno va a un restaurante espera comer. Uno podría pensar que en una charla sobre educación se va a hablar sobre educación, por ejemplo, sobre cómo enseñar de forma eficaz el complemento de régimen verbal, o la importancia de la modernidad para los estudiantes de Secundaria, o la posibilidad de apoyarse en el cálculo de operaciones combinadas para enseñar sintaxis. El milagro que supone la mano derecha del David de Miguel Ángel (y la izquierda, ya que estamos y parafraseando a Hugh Grant). La relación de los prerrafaelitas con la literatura medieval y su inmensa utilidad para estimular la imaginación de los adolescentes…

Contenido, en fin. Sustancia, busilis. Solomillo Wellington.

Naranjas de la China. Los congresos educativos versan sobre liderazgo educativo o pedagogía emocional. Tienen por nombre «Seamos creativos» o «Lo que construimos unos en los otros». Blablablá. Uno se llama Innovagogía, se lo prometo. La innovagogía salvará al mundo. Cada vez que contemplo casi con ternura uno de estos intentos por parecer sofisticado pienso en la escasa utilidad de la muerte de Sócrates, azote de farsantes, que conocía y denostaba esta tendencia tan humana (y tan antigua) a parecer moderno arrinconando el verdadero conocimiento.

Todo esto se quedaría en anécdota si no fuera porque está estrechamente relacionado con una realidad mucho menos jocosa: los alumnos de Bachillerato españoles no saben leer. Como suena: los alumnos de Bachillerato no saben leer. Están alfabetizados: saben transformar los signos en sonidos (con dificultad), pero no tienen literacidad: no pueden transformar un texto en conocimiento. Pregunten en la universidad y prepárense a sufrir.

Imagínense entrando en un restaurante donde se les habla de la decoración, los manteles y la comodidad de las sillas. Con una gusa tremenda, contemplan como el camarero les recita un panegírico sobre la langosta europea y les presenta un plato vacío (de la mejor porcelana). Ese mismo vaciamiento ocurre en los colegios, con la aquiescencia de quien no pone el grito en el cielo. Pero no teman, porque estamos empezando a ponerlo, no somos pocos y además somos mejores.

Ellos son más, eso sí, y tienen la ventaja de remar a favor de corriente; el conocimiento sin conocimiento, esta educación de cáscara vacía es lo más coherente con un mundo donde ya existe la producción sin producción (el mercado financiero), la comunicación sin comunicación (las redes sociales) y el cine sin cine (CGI). Cuánta razón tenía McLuhan.

—Que alguien me devuelva a Baker Street.

Está por venir el tiempo en que mandaremos al empoderamiento, la resiliencia y la disrupción allá donde reposan el footing y el jogging, porque el último en parecer sofisticado es el primero en hacer el ridículo.

Se trata, por tanto, de comenzar por algo sencillo, como llamar a las cosas por su nombre. Llamar, por ejemplo, ignorancia a la ignorancia, y al coach cantamañanas. Anunciar el advenimiento de una Nueva Ilustración.

P. S.: La imagen corresponde a Luz de luna, invierno, de Rockwell Kent. Recuerden que existe una edición de Moby Dick (ese libro que a Lo País le resulta innecesario) ilustrada por él.

Profesores del mundo, resistid

¿Cuántas veces un profesor, convencido de la pertinencia de una dinámica, la abandona por considerarla anticuada o, dicho de forma más precisa, porque los demás la consideran anticuada?

¿Cuántos dictados hemos dejado de hacer en España por cómo sea visto desde fuera? ¿Trabajamos bajo la imaginaria vigilancia de expertos en PBL, PNL, flipped classroom (es lo de siempre pero en inglés o en sigla), aprendizaje cooperativo, análisis emocional, enseñanza adaptativa, aprendizaje contextual, informal, espontáneo y transversal?

No me malinterpreten. Todos los enfoques mencionados constituyen una aproximación analítica a principios útiles, es decir, son la cristalización del sentido común aplicado a la educación. Fantástico, nada que objetar. Lo que pienso (y lo pienso cada vez más) es que son secundarias, opcionales y algo obvias. Y que, sin embargo, las estamos poniendo por delante del (y en muchos casos en lugar del) aprendizaje real.

Puedo recordar elementos de cada una de las propuestas antedichas en las clases en las que participé de crío. No sé, o yo tenía profesores extraterrestres o antes el buen hacer docente se trataba de forma sintética y no se parcelaba ni se le ponía nombres molones. Ah, y se dejaba en manos de los profesores.

Por alguna razón se ha ido deformando el perfil de los profesores de hace treinta años (a los que de forma torticera se denomina «tradicionales», «antiguos» o «clásicos») hasta convertir su recuerdo en el de un sociópata que soltaba largas e infumables charlas, exigía solo memorización y mostraba una total despreocupación por las particularidades y las emociones de sus alumnos. No sé, pero yo no recuerdo ninguno que cumpliera esas condiciones. ¿Que no eran perfectos? Seguro. Como usted, como yo y como el lucero del alba.

Voy a formular una teoría bastante macarra: quizá quienes definen (en realidad solo ponen nombres) tan innovadoras herramientas y metodologías sí tuvieron profesores así, pero en tal caso, ¿son los mejor posicionados para regir los designios de la educación? Diría que no. En esta detracción de los profesores que nos educaron detecto cierto resentimiento, y el resentimiento no es buen consejero salvo para la venganza.

Yo sé que los congresos en educación son una cosa imprescindible y que rellenar sus programas es tarea ardua, pero si la mayoría de sus artífices no son profesores y además (según mi peregrina teoría) no tuvieron buenos profesores, ¿por qué hacerles caso?

Hace años (ignoro si lo sigue haciendo) un profesor iba de charla en charla pavoneándose de llevar «todo lo que necesitaba como profesor» en un pen drive. No sé si el tal profesor sigue en libertad, lo que sé es que lo decía porque suponía que quedaba bien decirlo.

Ser docente exige una profesionalidad análoga a la de cualquier trabajador, quizá algo más, y una tecnología (conjunto de conocimientos y técnicas) que permita saber cómo conseguir los objetivos de manera eficiente. Si nos vamos a dejar llevar por lo que diga cualquier psicopedagogo intentando colocar un paper es que valoramos en muy poco nuestra misión y capacidades, y mereceremos que la legión de opinadores legos que tratan de decirnos cómo hacer nuestro trabajo sigan haciéndolo.

(La imagen corresponde a El flautista de Hamelin, de Alice E. Colquhoun)

No eres especial y sabes muy poco

y ahora, si le pones voluntad, quizá podamos solucionar una de las dos cosas.

Te habrá sonado un poco brusco, querido alumno adolescente, porque estás acostumbrado a que el mundo hipócrita y mercadotécnico que estamos construyendo te haga la rosca con mensajes wonderful hasta que te los creas. «Eres único», «los sueños se cumplen», «tu mundo, tus reglas», «que no apaguen tu luz interior». Que por mí estupendo si tienes una luz interior, pero mi tarea es que distingas entre un adverbio y los Reyes Católicos.

No es este el momento ni el lugar para explicarte por qué es importante que sepas algo, pero, aun en el caso de que lo mejor fuera que no supieras nada, mi obligación es que sepas cosas. Soy profesor, no coach ni gurú ni chamán ni youtuber. Tampoco soy fontanero ni empleado de banca. No soy mejor ni peor que ellos; simplemente mi meta es distinta.

Porque de ahí venga quizá el problema, de que a nosotros la postmodernidad ya nos contó aquello de realizarnos y ser especiales, elegidos, únicos en nuestro género. Destinados a las estrellas. Y entonces decidimos que para qué ser profesores si podíamos ser algo más, si podíamos atender a la especificidad de nuestros alumnos como seres de luz y ocuparnos de su psique, su emotividad, su déficit de atención (en los nuevos modelos viene de serie) y su confusión identitaria.

Una escuela para niños y niñas. Jan Steen, 1670

El resultado de todo esto es que no sabes leer. Dime la capital de Finlandia, el año en que cae Constantinopla o un pretérito anterior. Pues eso. Dime qué significa periferia.

Son las milongas que nos contaron (¿para qué enseñar el gerundio si puedo cambiar el mundo?) las que te están vaciando de contenido. Mi labor es devolvértelo, y por eso quiero llegar a un punto de partida que escandalizará a los pacatos, pero que representa mi compromiso contigo. No sabes gran cosa, pero vamos a intentar que eso cambie. Aunque tenga que explicarte un millón de veces por qué «Me» no nos sirve como sujeto.

De la otra parte no te preocupes: no eres especial, ni yo tampoco, pero eso está bien. Compartes con los demás tu condición de ser humano (y eso sí es un privilegio) y muchas otras cosas, y aunque el final del siglo XX nos haya colado que lo más importante del mundo es nuestro ombligo, si me das tiempo te enseñaré la sutileza del aurea mediocritas y la sabiduría de la fanfarria para el hombre común. Y otras cosas vitales: el participio de freír. Rebeca. Esto. Por qué decir *dámele es dar un paso atrás hacia el mono que fuimos.

Muy bien, hablemos de tecnología

La tecnología es fundamental en la enseñanza. Yo, por ejemplo, utilizo así la tecnología:

3 obstáculos típicos en alumnos de Secundaria y Bachillerato:

  1. Dificultades con la sintaxis.
  2. Dificultades con el álgebra elemental.
  3. Consideración de la lengua y las matemáticas como disciplinas lejanísimas, casi opuestas.

Utilizo, como digo, la siguiente tecnología: cojo, por ejemplo, un puto lápiz y en el huequito de un papel medio roto escribo algo parecido a esto:

Ejemplo

Nada muy sofisticado, como pueden ver: se trata de que entiendan que el álgebra es, como el español o cualquier idioma, un lenguaje, y que el quid de la cuestión es comprender cómo se relacionan sus elementos.

Después es más fácil que comprendan que la lógica que rige dichos lenguajes no les es extraña, sino que o bien les resulta innata en el caso de las Matemáticas (Ramanujan) o ellos ya la han aprendido pero no lo saben, como demuestra el hecho de que hablen español.

Deberían ver la cara que ponen cuando entienden que la sintaxis no les dice cómo tienen que hablar, sino que les explica cómo funciona su cerebro cuando hablan. Que la culpa de que demos sintaxis es su manía de comunicarse. Que ellos son, en último extremo, el objeto de estudio. Esa carita sí que es una paga extra.

No me malinterpreten, no hay nada innovador ni original en esta tecnología. Nadie que se dedique a este oficio se va a quedar con la boca abierta porque lo normal es que utilice herramientas similares, probablemente mejores, con la condición inexcusable de que funcionen.

Lo que intento (dado que parece que últimamente todo quisque se siente capacitado para hablar sobre educación, normalmente relacionándola con un uso torticero de la palabra tecnología) es decirle a esos intrusos que los profesores ya tenemos nuestra tecnología, nuestras técnicas, y que si sus consejitos van a consistir en decirnos que la tecla verde es para enviar, entonces ya lo sabíamos, porque no somos imbéciles y nuestros alumnos mucho menos.

Porque pudiera ser que quienes se llenan la boca de la palabra tecnología no supieran lo que significa. Pudiera ser que a lo que se refieren los gurús monologuistas con micrófono de diadema que se permiten el lujo de hablar sobre educación desde la comodidad irrebatible del vídeo promocional de una entidad bancaria es a la electrónica (diantre).

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Tecnología punta

P. S.: Sobre tecnología, de lo mejorcito que se ha escrito es de Lewis Mumford (El mito de la máquina) y de Jorge Drexler (Guitarra y Vos). El libro de Mumford tiene dos tomos, unas 1300 páginas; la canción de Drexler dura 3:52. Lo bueno es que no hay por qué elegir.