30 años con Juanito

No se va quien quiere. Ni quien muere, en realidad. El pasado 2 de abril hizo 30 años del accidente de Juan Gómez, así que son casi mil partidos recordándole a voz en grito en su casa. No sé de ningún otro jugador con quien pase eso, vivo o muerto.

Estar vivos nos da una perspectiva errónea, una falsa presunción. Dentro de 100 años de mí no se acordará ni Kerrigan, mientras que a Juanito seguirán aclamándolo miles de gargantas con fidelidad chamartinesca. Los años de vida constituyen una curiosidad cuantitativa, una bagatela numérica.

Quien haya perdido seres queridos sabe que atravesando el umbral de la muerte se nos vinieron a vivir donde siempre fueron más necesarios, dentro de nosotros, y que marcharse solo significó quedarse para siempre.

O somos parte de algo más grande que una sola vida o no somos nada. «Solo morimos cuando muere la última persona que nos recuerda», dicen, pero tampoco es cierto, porque el reguero iniciado por nuestros actos viene de antes de nosotros y nos sobrevivirá mientras exista la vida. Quedamos en otros de la misma manera que somos el hogar de quienes fueron. No es la vida lo que es un río: es la tradición, la crianza, el lenguaje, la manera de estar y hoyar y juntarse hombro con hombro cuando vienen mal dadas.

Nunca te marchas si dejaste una huella en el camino. Somos quienes nos enseñaron. Seremos quienes aprenderán de nosotros.

«Mi único estimulante fue la camiseta blanca. Honradla».

Dentro de un par de eones, cuando once vikingos se batan el cobre como deben, alguno de ellos, quizá el recién llegado, escuchará en el minuto 7 el estribillo de un cantar de gesta y, mientras da la vida por ese escudo que pesa tanto (señorío es morir en el campo), mientras siente sobre sus hombros el peso de una exigencia sideral, se preguntará sin palabras ¿quién sería el tal Juanito?

García de Loza azuzando a sus secuaces. Juanito, preocupado

Los brazos no se bajan nunca

Después de retirarse por segunda vez como jugador de los Bulls, a Jordan le chivaron que uno de los rookies del equipo (Corey Benjamin) iba diciendo por ahí «Michael Jordan no tendría ninguna posibilidad de ganarme en un 1 contra 1. Hizo muy bien al retirarse antes de que yo llegara al equipo». Ni corto ni perezoso, el mejor jugador de baloncesto de la historia se plantó en el United Center y le explicó a Benjamin un par de cosas con ayuda de un balón y un aro. Si no estuviera grabada, la historia parece diseñada para alargar la sombra de Jordan como un añadido legendario, una exageración inconcebible.

Yo no soy del Madrí porque tenga 13 Copas de Europa ni porque sea el equipo más glorioso que exista. Yo soy del Madrí porque fiándome de mi padre siempre me fue bien, e imitarle sigue siendo la forma más segura de no decepcionarme a mí mismo.

Como ser del Madrí es irrenunciable (y además de lo único de lo que no se puede cambiar es de equipo de fútbol), seguiría siéndolo si jugara en octava regional B y sus jugadores se llamaran Luis, Pichurri y Gordopilo.

No son esas 13 Copas de Europa, tampoco, lo que más orgullo despierta en mí cuando veo a mi Madrí. Es más bien la costumbre que se le supone de no rendirse nunca. Mi drama es, entonces, que hoy ha salido a pasear un color nuevo de camiseta, a verlas venir, a descontar una jornada. Lo ha hecho, además, ante el club que le impuso libremente dos medallas a Franco, y otra por decreto. Al club que tira cabezas de cerdo al campo sin recibir sanción alguna. Al club que se avergüenza de ser español. Lo ha hecho ante el enemigo, porque ese equipo innombrable no es el contrincante ni el rival ni el oponente. Es el ventajista, acomplejado y provinciano enemigo. Un equipo que nos odia y que para odiarnos, como el resto del independentismo, ha creado una fantasía animada en torno a lo que significa la excelencia madridista.

A mí no me avergüenza que nadie, ni siquiera el enemigo, nos endose 4 goles o 12 o los que hagan falta. A mí me avergüenza que se bajen los brazos, que no apetezca, que te pongas de perfil. Cuando uno pierde por 3 goles, o 4, o los que sean, incluso antes de llegar a esa situación, lo que uno ha de hacer es correr hasta que se le salten las espinilleras. Asfixiarse, ir al choque, y hasta ponerse pendenciero si lo requiere la ocasión. En el Bernabéu, en la pretemporada o en el recreo de la mañana. Si se juega, se muere en el campo. Si no, no se juega.

Ahora mismo, justo después del alipori proporcionado por los nuestros, está jugando Rafa Nadal la final de Indian Wells. No va bien (pierde 5-2), pero hay una diferencia fundamental. Caiga lo que caiga, se ponga el asunto como se ponga, no entra dentro de lo posible que el mejor deportista español de la historia le pierda la cara al partido.

La derrota es intrínseca al deporte. Si no sabes encajarla o te causa demasiado dolor, quítate las botas y dedícate a la vida contemplativa. No hay problema alguno en perder. El drama es ser tan melifluo, tan blando, tan figurante que se acuda al campo del honor a ver qué pasa. A caminar por el pasto. A perder de poco.

De la misma manera que la victoria del otro día ante el Peseyé trascendió lo que podamos esperar de la temporada, la derrota de hoy redunda en el hartazgo que siente cualquier madridista de bien ante la deficiente actitud que mostramos ante el enemigo, al que nunca le atacamos la yugular por mucho que ellos hagan vengan a Chamartín a practicar su yihad.

Probablemente no sea el día de afearle a Vinícius que desde que se ha visto titular prefiere tirarse a rematar, o de avisar al centro del campo de que le va haciendo falta un relevo, o de recordar a Ancelotti que hay vuelos a Milán todos los días. Es momento de que alguien entre en el vestuario hecho una furia y les recuerde a esta panda de guadianas que no hay días grandes y días pequeños: que el verdadero deportista no conoce la pachanga. Que si no corre a cada balón con el corazón en la boca mejor que salga otro; que la apatía es la única derrota que sonroja.

Dar la vida y perder es una bendición; la victoria sin esfuerzo no proporciona gloria alguna. Por eso mismo perder sin romper a sudar es la vergüenza total. Me da igual el resto de la temporada; me da igual la Liga y lo que pase en Europa. No reconozco a este equipo; ese no era el trato. Los brazos no se bajan jamás.

Nadal ha perdido el primer set: ustedes y yo sabemos que el yanqui tendrá que sudar sangre si pretende ganarle.

Literatura umbilical. El hastío infinito de la literatura postmoderna

No cabe negar ninguna forma de hacer literatura, porque la literatura es un arte y el arte o es libre o no es nada. Pero la literatura postmoderna, o al menos algunos de sus adalides, pretende llevarse por delante una noción que conviene defender con la vida, si es preciso: la literatura es el arte de contar historias.

Los que probablemente fueron los mejores libros del siglo XX terminaron por convertirse en el mayor problema de su literatura. Tanto A la busca del tiempo perdido como el Ulises han sido objeto de lecturas indigestas más allá de toda medida. Que en ambas obras maestras juegue un papel principal la introspección, la autoconciencia y la memoria no comportaba necesariamente que los escritores de los siguientes cien años tuvieran que mortificarnos contándonos lo que veían en su propio ombligo.

Ni la autorreferencia ni el monólogo interior son en Proust y Joyce más que técnicas a través de las cuales se despliega todo un mundo. Todo el mundo, lo que es privilegio de los genios. Un genio no se puede imitar, porque implica una mirada que se tiene o no se tiene, pero su técnica sí es imitable.

El escritor-posterior-a-Joyce no quiere parecer un escritor-anterior-a-Joyce.

Los críticos no pudieron convertirse en escritores, pero lograron que los escritores se convirtieran en críticos. Los escritores comenzaron a preocuparse más por la literatura como teoría que por la literatura como arte y oficio. La literatura postmoderna está llena de metaficción e intertextualidad: esto no es un defecto en sí mismo pero a la fuerza lastra la producción de historias.

Esa deriva llevó a convertir a los más grandes en una cosa distinta de lo que eran. «El Quijote, primera novela moderna» ¿Han leído lo increíblemente moderna que es La novela de Genji, de la escritora japonesa del siglo XI Murasaki Shikibu? El Quijote no es la madre de todas las novelas por ser la primera novela moderna o por ser polifónica. Es una obra maestra porque, en una mezcla de azar y maestría, Cervantes contó la historia que quería contar aunque pensara que no le daría fama (como de hecho pensaba). La palma de la desvirtuación se la lleva(n) Homero. Tan citado(s) por la academia que casi hemos olvidado que lo único que pretendía(n) era contar una aventura tan divertida que la gente pagara por escucharla.

¿Qué sentido tiene juzgar las novelas en función de parámetros técnicos, filológicos o filosóficos? ¿Es que arrancamos la escala de Pritchard del libro de Literatura para sustituirla por otra escala? Hubo una época idílica en que los escritores no querían ser Kant ni Schopenhauer; ese era otro departamento. Los escritores querían contar bien buenas historias.

Cuando un artista comienza a preocuparse más por la corriente a la que adscribirse que por la historia que contar está clavando otro clavo en el ataúd de la literatura. El siglo XX es un increíble ejercicio de pedantería y ombliguismo. Hemos pasado de contar lo insólito a regodearnos en la anécdota más mediocre y disfrazarla de hallazgo existencial.

Hastiado ante una realidad cada vez más compleja que de hecho sería óptima para desplegar sus alas de narrador, el escritor postmoderno decide que es más fácil transcribir el torrente sin filtrar de sus diarios aderezado con sueños y recuerdos fraccionarios. La realidad ya no es un puzle cuyas piezas encajen porque es mucho más interesante la trastienda mental del escritor, que no se molesta en construir historias porque su genio va mucho más allá. A través de sus libros, nosotros podemos aprender a ver gracias a que él vio primero, más alto y más lejos. En Solenoide, la supuesta obra maestra de Mircea Cărtărescu, el protagonista (trasunto del autor), dice plantearse cosas que ni los conductores ni las prostitutas se plantean. La novela postmoderna es increíblemente pedante, pero está exenta de culpa porque cuenta con la coartada infinita de ser dos cosas a la vez, y me explico:

A medio camino entre la filosofía y la narrativa, si se acusa a las tesis enunciadas en la novela postmoderna de carecer de vida, de textura o torbellino, nos abroncará: «¡Yo soy un filósofo, maldito lerdo!» Si le afeamos que sus razonamientos adolecen de falta de rigor filosófico, el escritor postmoderno alzará la ceja y nos espetará: «¡Ay de vosotros, pobres mortales, pues yo soy un artista!». Ser literatura y filosofía a la vez la exime de ser ninguna de las dos cosas. Y repite la jugada con ficción y realidad: los razonamientos brillantes se los apropia el autor, los comportamientos ruines son solo del protagonista. Pretende, convirtiendo a la novela en diario y ficción simultáneamente, huir de las servidumbres de cada género. Pero a mí me parece que funciona al revés: anula la suspensión de la incredulidad al intentar ser real y despoja a la realidad de todo rastro de verdad al resultar ficcional.

En un ejercicio increíble de egotismo y convencimiento de la propia unicidad, el escritor postmoderno no narra: revela. El escritor postmoderno se ha quedado en esa etapa de la vida en la que todo lo que se escribe tiene un valor inmenso porque pertenece al pozo de oro líquido de la propia conciencia. Contar historias es demasiado fácil (en realidad es demasiado laborioso, pero eso se lo callan). Al escritor postmoderno no le hace falta la historia porque nos hace el inmenso regalo de su propia experiencia. Es un poco el mecanismo que funciona para las artes visuales: «esto es muy extraño así que debe de ser profundísimo y revelador». Por si hubiera dudas, el escritor postmoderno es un tipo extremadamente pesimista, único conocedor de la miseria y la nada: los atributos de la persona interesante. Los atributos, en todo caso, de la persona que se hace la interesante. De Emil Cioran, que no adoptó la pose del escritor, ni siquiera la del filósofo, pueden decirse muchas cosas, pero no que no concibiera la vida como un ejercicio superfluo. Y en lugar de convertir su pesimismo en marca de estilo, se presentaba como un tipo encantador que sabía que la ironía siempre vence a la nada. El escritor postmoderno nunca sonríe porque necesita aparentar ser trascendente.

Si se mira uno el ombligo durante el tiempo suficiente, termina por parecerle apasionante

No se está diciendo aquí que no se deba escribir à la postmoderna (Murakami), lo que se está diciendo aquí es 1) que se abusa de ella y 2) que hacerla pasar por el canon literario de nuestro Zeitgeist es un chiste de mal gusto. El postmodernismo contestó al elitismo modernista negando la existencia de la alta cultura, pero me temo que la literatura postmoderna se ha convertido en el último refugio de los pedantes. He ahí la primera contradicción: empezó criticando la alta cultura para terminar siendo cultura inasible de tan alta. La segunda contradicción tiene que ver con su supuesto relativismo: a fuer de resultar autorreferente, la literatura postmoderna termina por volverse sobre sí misma y concentrarse en las cuitas del propio autor, entregando una visión personalísima del mundo donde no caben la polifonía ni la propia noción de los otros.

Una persona que conozco le dijo a otra persona que conozco: «Vuelve a casa, dibuja un ombligo gigantesco en el espejo del baño, y solo cuando te canses de mirarlo estarás preparado para venir a ayudarnos». De forma maravillosa y profundamente sintomática, en la segunda o tercera página de solenoide el protagonista comienza a hablarnos de las cuitas ¡de su propio ombligo! Maravilloso, insisto. El escritor postmoderno nunca se cansa de mirarse el ombligo y además, para más inri, termina por enseñárnoslo a los demás. La literatura postmoderna es a la literatura lo que la cámara de selfie a la fotografía.

Que no se me malinterprete aquí: Cărtărescu escribe como los ángeles, y aun mejor, pero termina por estomagarnos cuando lo tiene todo para avasallarnos, para nutrirnos; para practicar el arte antiguo del embeleso.

Lo mejor es enemigo de lo bueno

Por supuesto que cabe la posibilidad de que yo sea un simple y no entienda nada. Les voy a dar un argumento que respalda esa tesis: hasta hace unos pocos años no entendía cómo demonios podía ser lo mejor enemigo de lo bueno, y, sin embargo, no solo lo es sino que no comprenderlo es uno de los males de nuestro tiempo.

Que la novela sea una historia y no teoría filosófica no es desdoro para aquella, es claridad semántica. Pero al siglo XX, por lo visto, no le valía con eso. Engullidos por el afán de protagonismo generalizado de los artistas contemporáneos (solo en el cine siguen gozando de más fama las obras que los autores), los escritores se llenaron de gravedad y comenzaron a poner cara de tiesos, olvidando que lo grave puede ser más profundo, pero también más pesado. Ya no vale con hacer bien el trabajo de uno, con respetar el oficio. Hay que motivar, filosofar, estremecer y convertirse en líder. Ser mejor que el mejor. Hablar como un anuncio de Coca-Cola de los 80. Abran LinkedIn y sabrán de lo que estoy hablando: un aforismo grandilocuente más y la red cerrará por ataque de diabetes. Es lo que decía Ferenc Copà aquí: hemos perdido la adecuación a la tarea para convertirla en mero espejo (espejismo) de nuestras ansias de grandeza. Damos muchísima vergüenza ajena, vaya. Y nuestro ego, o más bien nuestro complejo, no parece que vaya a desinflarse en un futuro próximo.

Las palabras son mágicas

Pensar en marxismo y capitalismo como contrarios es un lugar común difícil de soslayar y mucho más difícil de contrarrestar (la Guerra Fría y su cine hicieron mucho por consolidarlo), pero solo cuestionando lo que se da por supuesto se puede tomar verdadera perspectiva.

Una de las mejores razones para considerarlos primos hermanos es la sustancia que palpita en el seno de ambos: materialismo contante y sonante. No sé si sonante, pero de que sea contante se encarga una de las salmodias de la modernidad cientificista: no solo todo es reducible a números sino que hacerlo permite explicar, prever y corregir. Por eso hace décadas que disciplinas que nunca serán científicas ni falta que les hace (la educación, la politología o la psicología, entre otras) pugnan por serlo: si no te refugias en la demostración estadística corres el riesgo de decir algo original que atente contra el pensamiento único. Citas y estadísticas están corroyendo el pensamiento y la academia.

Pero hablábamos del materialismo que todo lo contamina. Esa preocupación permanente por los números encuentra su adalid contable en el dinero, noción mucho más esquiva de lo que parece, pero que aspira a resumir por su polivalencia y su contabilidad (posibilidad de ser contado) el conjunto de las actividades humanas. Capitalismo y marxismo coinciden en verte como lo que tienes, con un número sobre la cabeza como los jefes finales de los videojuegos o las cifras de tiempo marcadas en la muñeca de los personajes de In Time.

Una sociedad así termina por hacer famoso a cualquier petimetre que haya acumulado guita. Quien ostente una cifra jugosa se convierte automáticamente en personaje envidiable. Cuéntenle a un adolescente que llegar a ser un youtuber vacuo y millonario no es la meta de toda vida humana y verán qué cara de sorna les propina.

Una de las fantasmagorías que la preeminencia de lo numérico instala en nuestras conciencias es la ubicuidad del juego de suma cero. Una sociedad que lo cuenta todo es necesariamente una sociedad egoísta porque cree que la ganancia propia es pérdida ajena y viceversa. Por eso miramos con suspicacia al orgulloso propietario del Aston Martin de al lado: «Qué se creerá», pensamos, como si fuera culpa suya que nosotros no tengamos uno.

Y, sin embargo, más allá de ciertas necesidades materiales básicas, nada que en la vida sea mollar responde a la lógica aritmética ni es un juego de suma cero. Nada sustantivo está sujeto a escasez ni es fungible.

Las palabras tienen la capacidad de hacer que exista lo que no existía, de traer la paz o la guerra, la desgracia o la felicidad. Pueden hacer que un corazón rebose.

Väinämöinen es un personaje central de la mitología finlandesa. Su voz es grave y profunda: su canto poderoso da forma y ordena la naturaleza. Ni el sol se le resiste:

El justo y viejo Väinämöinen
 abrió la boca para hablar,
dijo las siguientes palabras:
[...]
«A partir del presente día
álzate todas las mañanas;
danos a todos la salud, 
trae la caza a nuestro alcance,
la presa cerca de la mano, 
atrae al pez a nuestro anzuelo».
Väinämöinen luchando contra Louhi según el pintor finlandés Akseli Gallen-Kallela.
¿Les recuerda a alguien?

En La Música de los Ainur nos cuenta Tolkien el origen de Todo. Ilúvatar, el Único, crea a los Ainur, los Sagrados, y les ordena cantar una Gran Música:

Entonces las voces de los Ainur [...] empezaron a convertir el tema de Ilúvatar en una gran música; [...] y al fin la música y el eco de la música desbordaron volcándose en el Vacío, y ya no hubo vacío. 

«Y ya no hubo vacío». En el libro de todos los libros se nos cuenta:

Y dijo Dios: 
Sea la luz; y fue la luz. Y vio Dios que la luz era buena; y separó Dios la luz de las tinieblas. Y llamó Dios a la luz Día, y a las tinieblas llamó Noche.

Dios no piensa el mundo. Dios dice el mundo, y después pone nombre a las cosas creadas. Tener un nombre es condición para existir. Según el Corán:

Él enseñó a Adán el nombre de todas las cosas. Entonces se las mostró a los ángeles y les dijo: Decidme los nombres de estas cosas si sois verdaderos.

Y los ángeles no supieron los nombres, pero Adán sí, y por eso Dios hace a los ángeles arrodillarse ante Adán.

Todo lo anterior no prueba que las palabras sean mágicas, solo lo anuncia. La prueba viene ahora; coja un papel, o un teléfono, y marque el número de esa persona. De su madre, o de su padre, o de sus abuelos si es usted un tipo con suerte. De ese ser al que últimamente le brillan los ojos más de lo habitual. Dígale aquello que nunca viene a cuento decir: «Estaré contigo contra viento y marea», o «Te echo de menos», o tan solo «Aquí estoy». «No tengas miedo».

Luego me dicen si las palabras son mágicas o no, si son capaces de hacer que haya donde no había. Si siguen las leyes de lo material. Si merece la pena decirlas.

Dice Borges (un demiurgo en sí mismo) que «pensar de tarde en tarde en Sherlock Holmes es una de las buenas costumbres que nos quedan». Conan Doyle es una de las personas que más felicidad ha proporcionado al resto de los mortales. Lo hizo con una receta antigua: poniendo una palabra detrás de otra.

Dijo Lavoisier que la materia no se crea ni se destruye. Puede que la materia no, pero la materia de la que están hechos los sueños sí. Esa es nuestra trascendencia, y por eso la ciencia y la política siempre terminan por quedarse cortitas, atónitas, colapsadas.

P. S.: Abracadabra aparece por primera vez en un poema de Quintus Serenus Sammonicus; más allá su origen es desconocido. La teoría que más nos gusta es que proviene del hebreo y significa voy creando según hablo.

No eres especial y sabes muy poco

y ahora, si le pones voluntad, quizá podamos solucionar una de las dos cosas.

Te habrá sonado un poco brusco, querido alumno adolescente, porque estás acostumbrado a que el mundo hipócrita y mercadotécnico que estamos construyendo te haga la rosca con mensajes wonderful hasta que te los creas. «Eres único», «los sueños se cumplen», «tu mundo, tus reglas», «que no apaguen tu luz interior». Que por mí estupendo si tienes una luz interior, pero mi tarea es que distingas entre un adverbio y los Reyes Católicos.

No es este el momento ni el lugar para explicarte por qué es importante que sepas algo, pero, aun en el caso de que lo mejor fuera que no supieras nada, mi obligación es que sepas cosas. Soy profesor, no coach ni gurú ni chamán ni youtuber. Tampoco soy fontanero ni empleado de banca. No soy mejor ni peor que ellos; simplemente mi meta es distinta.

Porque de ahí venga quizá el problema, de que a nosotros la postmodernidad ya nos contó aquello de realizarnos y ser especiales, elegidos, únicos en nuestro género. Destinados a las estrellas. Y entonces decidimos que para qué ser profesores si podíamos ser algo más, si podíamos atender a la especificidad de nuestros alumnos como seres de luz y ocuparnos de su psique, su emotividad, su déficit de atención (en los nuevos modelos viene de serie) y su confusión identitaria.

Una escuela para niños y niñas. Jan Steen, 1670

El resultado de todo esto es que no sabes leer. Dime la capital de Finlandia, el año en que cae Constantinopla o un pretérito anterior. Pues eso. Dime qué significa periferia.

Son las milongas que nos contaron (¿para qué enseñar el gerundio si puedo cambiar el mundo?) las que te están vaciando de contenido. Mi labor es devolvértelo, y por eso quiero llegar a un punto de partida que escandalizará a los pacatos, pero que representa mi compromiso contigo. No sabes gran cosa, pero vamos a intentar que eso cambie. Aunque tenga que explicarte un millón de veces por qué «Me» no nos sirve como sujeto.

De la otra parte no te preocupes: no eres especial, ni yo tampoco, pero eso está bien. Compartes con los demás tu condición de ser humano (y eso sí es un privilegio) y muchas otras cosas, y aunque el final del siglo XX nos haya colado que lo más importante del mundo es nuestro ombligo, si me das tiempo te enseñaré la sutileza del aurea mediocritas y la sabiduría de la fanfarria para el hombre común. Y otras cosas vitales: el participio de freír. Rebeca. Esto. Por qué decir *dámele es dar un paso hacia el mono que fuimos.

Más allá de la nariz de Pinocho

La felicidad está más allá de la nariz de Pinocho. No la felicidad, que es inasible, gazmoña y traicionera, sino aquello a que deberíamos aspirar realmente y que está en algún lugar entre la mesura, la adecuación y la serenidad. Un poquito de aurea mediocritas y una pizca de ataraxia. Está más allá de la nariz de Pinocho porque cuanto más mentimos más lejana e inaprensible nos resulta.

La mentira está tan de moda que le hemos cambiado el nombre para blanquearla; parece que superamos aquello de la postverdad (mentir apoyándonos en los sentimientos ajenos), pero nos hemos quedado con el relato (mentir a lo bestia, construyendo la mentira y sus aledaños, un universo paralelo donde nuestra mentira encaje bien).

Si la mentira nos aleja de lo bueno, ¿por qué mentir? ¿Cómo funciona el mecanismo que activa la mentira más perniciosa: la mentira a nosotros mismos? Así:

El carácter explicativo del fútbol proviene de ser metáfora de casi todo (permanezcan alerta contra quienes no beben ni fuman y denuestan el fútbol). Sigamos: el fútbol consiste en ganar. Tiene sus reglas, su camino hacia la victoria, pero el meollo es ganar. Si tuviera otra meta sería otra cosa; sería macramé, ikebana, aeromodelismo o una caña de lomo. Pero fútbol es fútbol, que diría Boskov. No pierdan de vista a Vujadin porque dejó otras muestras de sabiduría cristalina: «Ganar es mejor que empatar» y la no menos preclara «empatar es mejor que perder». Parece obvio, ¿verdad? Pues resulta que no, porque tenemos relato. Quién quiere lo obvio teniendo un relato…

Pero no adelantemos acontecimientos. Estábamos en el panorama inapelable de aquellos once tipos que amenazaron a otros once con morder el polvo. Ante aquel giro de los acontecimientos, uno podía decidir afrontar el reto y calzarse las botas o seguir jugando a que la pelota no caiga (en el siglo XI, en Japón, jugaban al kemari, o al menos eso cuenta Murasaki Shikibu. Las crónicas dicen que en 905 un grupo de cortesanos llegó a pasarse la pelota 160 veces sin que tocara el suelo. Apasionante).

Imaginen ahora que alguien no gana, o gana menos. Imaginen que alguien, incapaz de ganar tanto como otro alguien, sea también incapaz de aceptarlo (al fin y al cabo no es para tanto, se gana y ya está: como saben los rugbistas, hay cerveza para todos). ¿Qué puede hacer este inconformista? Puede construir un relato. Puede decirse a sí mismo, y me temo que a los demás, que lo importante es participar, o llevar la camiseta por dentro, o, agárrense los machos, dar muchos pases. Si convenzo a los demás de que el fútbol consiste en dar muchos pases, y yo doy muchos pases, estoy sorteando mi incapacidad para ser el que más gana por el procedimiento de inventar un juego nuevo en el que gano yo: el gol-pase. Para todo aquel que no se haya lijado las Paredes en los patios de asfalto de los 80, el gol-pase era la versión meliflua y coñazo del gol-regate, que era donde había entrechocar de tibias y sangrienta heroicidad.

Al mentiroso, al que decide que el fútbol no es fútbol, no conviene responderle con demasiados argumentos (entrar en su juego), sino contestarle con la concisa y categórica verdad: «Esto es fútbol y lo que tú pretendes jugar es otra cosa, una cosa tan aburrida y desesperante que se te está poniendo cara de sueño».

―¡Suéltenme! ¡Les digo que la hierba estaba muy alta!

Como contestó el ínclito Fernando Damas a una progenitora (no recuerdo si A o B) cuando esta intentaba consolar a unos baloncestistas púberes recién derrotados con un «lo importante es divertirse», le contestó, digo, con un inmortal «Yo cuando pierdo, señora, no me divierto», una cosa es que la verdadera victoria sea contra uno mismo y que aún más importante que ganar sea morir en el campo, pero lo inapelable es que el fútbol tiene como objetivo ganar. Lo otro es kemari, y se puede jugar en la playa con un balón de Nivea.

Todo cambio comienza llamando a las cosas por su nombre

Si tiene a un adolescente a su alcance dígale que coja el móvil (lo más probable es que ya lo tenga en la mano) y que mire cuántas horas tuvo la pantalla encendida el día anterior. Si no tienen a nadie cerca, valdrá con el suyo. Yo lo hice la semana pasada con una de mis alumnos y el resultado fue de 5 horas. Con otro el resultado fue de 8. A lo largo de la semana, de 55. 55 horitas. La trilogía de El Señor de los Anillos en sus versiones extendidas dura unas 13 horas. En 55 horas se puede aprender rudimentos de japonés, o a conducir. 55 horas es lo que deberíamos dormir a lo largo de una semana. El curso de manipulador de alimentos dura 10.

55 horas a la semana haciendo nada. Haciendo scrolling porque unos tipos en California (que llevan a sus hijos a colegios sin pantallas) lo quieren así. 55 horas preciosas para un cerebro en formación. El tiempo necesario para empezar y terminar The Crown. O para escribir y enviar una carta a cada familiar a menos de tres grados de distancia. Para leer todo Tintín y todo Asterix y llegar a tiempo al partido del Madrí. Para ver todos los cuadros del Thyssen. Para darle un buen mordisco a las cantatas de Bach. Para que sus abuelos les cuenten historias de su infancia.

Esta pésima decisión sobre el uso del tiempo volverá a ocurrir la semana que viene, y la otra. Y hasta que hagamos algo todo será así, porque el cerebro siempre prefiere los chutes de dopamina al esfuerzo necesario para leer Crimen y castigo. La recompensa a medio plazo del móvil, además de la dopamina, es el insomnio, la irritabilidad, la frustración inherente a las redes y la asimilación de mensajes extremistas. La recompensa de leer Crimen y castigo es la felicidad que proporciona la contemplación de la verdad, la sabiduría y la belleza. Pero mañana el cerebro volverá a elegir el móvil.

Y eso no es lo peor

El descomunal drama de tirar el oro verdadero por el desagüe no es ni por asomo lo peor. No es el tiempo gastado en encajar cookies lo peor. Lo peor es lo que nos pasa en el otro tiempo. Lo peor es cómo la realidad, la escasa realidad que vivimos sin el móvil en la mano, se nos convierte (se nos ha convertido) en un interludio turbio, gelatinoso, en un solar de impaciencia hasta el próximo desbloqueo del teléfono. Nada le hace sombra al pelotazo químico de las luces y los colores: en cuanto a lo que le hace a nuestro cerebro, el móvil es tan adictivo como la heroína. La vida es lo que ocurre en el compás de espera insoportable entre pico y pico. Por eso ya no nos miramos a la cara al hablar, ni escribimos cartas, ni especulamos sobre a qué se parecen las nubes: porque nos pasamos el día esperando a que nos dejen a solas con nuestro camello. Ya no nos entregamos a ninguna tarea con el 100 % de nuestras capacidades porque siempre estamos a un golpe de botón de un chute de dopamina. ¿Saben qué otros productos producen niveles anormales de dopamina en nuestro organismo? las anfetaminas y la cocaína. Sigan comprándoles móviles a sus hijos de 11 años.

Los colegios, aliados inestimables…

… para la adicción. Es un error descomunal incentivar el uso de tabletas en los colegios. No hay ningún motivo para hacerlo. «Verán, es que la tecnología…» ¿La tecnología qué? ¿Están enseñando a mi hijo a programar gracias a la tableta? ¿Domina al menos hojas de cálculo? Lo que hace es mover el dedo por una pantalla, por el amor de Dios. Apple, Samsung y Google descubrieron el filón escolar e impusieron sus condiciones a un sector demasiado cuestionado y victimista como para mantener su propio criterio, fin de la historia. Los libros de papel son mejores en todos los aspectos, pero no tienen a una multinacional detrás.

Busques lo que busques, ahí no está

Hay mil razones para ser optimista. Los móviles son una paparrucha que crea más necesidades que soluciones. Tenemos una memoria horrible, pero la historia está llena de inventos deslumbrantes que se fueron al garete en cuanto fueron observados con un mínimo de ecuanimidad. Los teléfonos son perniciosos en muchos sentidos, aunque solo haya cabido en esta entrada su insólita capacidad para crear miles de millones de drogadictos de manera no solo legal sino socialmente aceptada.

P. S.: La ilustración que abre la entrada es de Felipe Luchi para Go Outside.

Qué es el comunismo (Vote a un marxista y no tendrá que votar más)

En España puede uno declararse comunista sin caer en el descrédito más absoluto y la marginación intelectual. Hay quien se declara comunista y más tarde, cuando se le explican las verdaderas implicaciones de sus palabras, replica con las orejas gachas: «bueno, eso no». Por algún motivo que se me escapa, hay una noción amable y cool del comunismo que nada tiene que ver con su significado real. Sea como fuere, servidor seguirá viendo a cualquiera que se declare comunista en la misma estantería evolutiva que los neonazis que desfilaron el otro día por Madrid diciendo sandeces. No sé si fue Monedero o Errejón quien, en una entrevista de hace unos años sostenía que nadie en su partido quería llevar a cabo una revolución bolchevique. Si eso es verdad, que no se llamen marxistas. Mientras lo hagan, a la mismita estantería que el fascio.

Me gustaría pensar que lo que gran parte de la izquierda quiere decir con marxista —y les recuerdo que el PSOE se declaró marxista hasta el 79— es socialdemócrata o lector de Benjamin o Lukács, pero eso de coger las palabras y que denoten lo que uno quiera hace muy difícil la coherencia. Si durante el siglo XX las diversas corrientes de inspiración marxista trataron de apropiarse de la propuesta de Marx y Engels y modificar su mensaje a su gusto, por mí estupendo, pero el marxismo es lo que es, y no lo que creen los hijos de la izquierda caviar:

El marxismo no persigue la protección de los pobres ni de ninguna otra minoría

Las clases relevantes para el marxismo son la burguesía propietaria de los medios de producción y el proletariado cuyo trabajo es robado por aquella. La solución es que el proletariado robe los medios de producción y luego reparta las recompensas al trabajo según métodos poco definidos en el mejor de los casos y abracadabrantes en el peor. Lo cierto es que cuando llega a la fase superior del comunismo la cosa ya se parece bastante a Narnia: «Finalmente, cuando todo el capital, toda la producción y todo el cambio estén concentrados en las manos de la nación, la propiedad privada dejará de existir de por sí, el dinero se hará superfluo, la producción aumentará y los hombres cambiarán tanto que se podrán suprimir también las últimas formas de relaciones de la vieja sociedad». Le falta decir a Engels que la UEFA ya no será corrupta. «Los hombres cambiarán tanto», porque sí. Que cada uno trabaje en función de sus capacidades y reciba en función de sus necesidades, dicen. Haría falta un demiurgo, como mínimo, para hacer el reparto. En otra parte Marx habla de trabajar un ratejo en lo que cada uno quiera, sin necesidad de estar especializado. Luego ya repartimos porque habrá de sobra para todos (¿…?).

Pero a lo que íbamos: los pobres de solemnidad ni siquiera entran en la ecuación: el lumpemproletariado (no sé si recuerdan el vídeo en que Pablo Iglesias se jactaba de haberse pegado con algunos de sus miembros) es para ellos una clase despreciable, peligrosa y eventualmente cercana a la burguesía opresora: no tiene conciencia de clase y por tanto no participa en el enfrentamiento esencial (la lucha de clases) al que el marxismo reduce todo. Solo se tiene en cuenta a la clase trabajadora, lo que, aparte de ser una simplificación como un castillo, significa preocuparse exclusivamente por la mayoría. Las minorías son esencialmente peligrosas para un programa tan maniqueo: la implantación del comunismo es un sistema binario hasta que una de las partes termina con la otra. En la fase intermedia la dictadura está legitimada para reprimir cualquier disensión. En la fase superior ya ni se concibe la disensión.

El marxismo constituye, con el fascismo, la mayor y más peligrosa simplificación política que haya existido: conciben el mundo como oposición entre lo mío, que es lo bueno, y todo lo demás, que debe desaparecer. ¡Qué bien han aprendido eso sus nietos, la censura totalitaria que nos aqueja! Su método es el mismo, convertir a cualquier disconforme en la encarnación del mismo mal y, sobre todo, en la misma medida: si no utiliza usted el lenguaje inclusivo es usted un violador. De hecho, si es usted un hombre es un violador. Todo disidente es el enemigo y está manchado por la culpa esencial de no ser de los nuestros. No hay escala de grises, y mucho menos cristales de colores. Hay pogromo para todos.

El marxismo, y en esto coinciden todos sus hijos, es la construcción de una mayoría violenta para la aniquilación de todo lo demás, devenido masa informe, excrecencia, tumor. ¿Cómo va a defender ninguna minoría quien quiere construir por la fuerza una sola voluntad?

El marxismo no es pacifista

Lo que el materialismo dialéctico coge de Hegel es de lo peorcito: si Hegel cree que a través de la confrontación de los Estados avanza la Historia, para Marx el motor es la lucha de clases. Los dos salivan con la violencia: «guerra como estado en el cual se toma en serio la futilidad de los bienes y las cosas de este mundo, y los pueblos salen de su letargo que los enferma y a la larga envilece», dice Hegel. «Solo existe un medio de abreviar, simplificar y concentrar los homicidas dolores afónicos de la vieja sociedad y los sangrientos dolores puerperales de la sociedad nueva, un medio solamente: el terrorismo revolucionario», contesta Marx, como en un eco de alumno aventajado. Pero esperen, que hay más. El filósofo marxista-pop más molón de las últimas décadas, Slavoj Žižek, dice sobre la Baader-Meinhoof (banda terrorista alemana con 34 asesinatos a sus espaldas): «hacía falta una intervención más violenta para despertarlos de su adormecimiento ideológico, de su consumismo hipnótico, y solo las intervenciones directas y violentas, como el poner bombas en los supermercados, serían eficaces. ¿No sucede lo mismo hoy en día […] con el terror fundamentalista? ¿No pretende despertarnos a nosotros, ciudadanos occidentales, de nuestro adormecimiento, de la inversión en nuestro universo ideológico cotidiano?».

La simpatía de la izquierda por el terrorismo, su consideración de lucha, está en la naturaleza del marxismo y no es negociable. No cabe extrañarse de que los partidos comunistas españoles vean a ETA con simpatía. La violencia es una herramienta marxista para llegar al estado ideal, el comunismo. Cualquier otra consideración es disfrazar a la mona de seda.

El marxismo no es democrático

El marxismo persigue, tras una dictadura del proletariado, la desaparición del Estado. Siendo así, no cabe ningún método de organización del Estado, que es lo que es la democracia. De las tres fases previstas por el marxismo (robárselo todo a todos matando a quien se resista; dictadura del proletariado; Narnia), les suele pasar a los regímenes comunistas que se atascan en la segunda: se convierte en la dictadura de una élite de iluminados que, amparados por la infalibilidad que confiere ser marxista, puede hacer con sus ciudadanos lo que desee, como matar de hambre a ocho millones de ucranianos en dos años o instaurar un ultracapitalismo de Estado construido sobre los hombros de un proletariado sin voz (¿cómo iban a fabricar si no móviles tan baratos?).

Cualquier marxista de pro les dirá que el Holodomor es una sucia mentira capitalista, por mucho que haya sido condenado por la Unesco, el Parlamento Europeo o la Asamblea General de las Naciones Unidas

Ningún régimen, no ya comunista, sino con tendencia, aspecto, ramalazos o aspiraciones comunistas ha organizado elecciones libres. No solo porque la propia naturaleza del comunismo necesita la dictadura como el respirar, ni porque toda la teoría tenga un tufo paternalista que tira para atrás, y considere al ser humano, en esencia, un imbécil incapaz de resolver sus problemas.

Lo que incapacita radicalmente al marxismo para ser democrático es que, mientras en el núcleo constitutivo de las democracias liberales está la igualdad de los ciudadanos, el marxismo se preocupa únicamente de los derechos de los obreros explotados por el capital. Le importan un comino (o más bien le molestan) los artistas, los mendigos, los profesionales liberales, las prostitutas, los zapateros remendones, los campesinos dueños de la tierra que trabajan, los escritores, los carteros o los intelectuales no marxistas. Dado que con todos ellos la teoría marxista colapsa, hace como si no existieran para después intentar eliminarlos.

El marxismo (y en esto se parece mucho más a las religiones que a un programa político-económico) no es una propuesta, es un dogma omnímodo que no tiene partidarios sino fieles, y que convierte a cualquier disidente, agnóstico o simplemente cualquier no-proletario en el objetivo de una purga, un gulag o una bala.

El marxismo es intrínsecamente elitista

No es solo que el hombre común (observen el uso patriarcal y falocrático que hago aquí de la palabra hombre) necesite que lo lleven de la mano, ni que Marx perteneciera a una familia burguesa de buen pasar y tuviera una extraña propensión a la buena vida (vive de tus padres hasta que puedas vivir de Engels); es que el grueso del corpus marxista, y aquí sí entran sus exégetas, apropiadores, acólitos y demás intocables, es en realidad el producto de una logorrea académica que solo se apoya en la realidad en su faceta descriptiva y crítica (donde el marxismo sí ha proporcionado herramientas útiles) y que en su faceta prescriptiva se permite el lujo de construir quimera sobre quimera a través de sus grandes aliados: las elucubraciones indemostrables, el hermetismo lingüístico y el hecho de que el papel lo aguante todo.

Solo esos académicos y los políticos que dicen haberlos leído son dignos de ostentar posiciones de poder: el resto, la masa, ha de soportar el cambio de yugo sin levantar la voz ni un poquito, asumiendo que la élite proveerá y que el reino de Jauja que constituye la fase superior del comunismo lo abastezca de más pan que la democracia liberal, por mucho que la experiencia y el sentido común demuestren lo contrario.

El marxismo no es, ni siquiera, coherente

En su faceta explicativa, el materialismo histórico pone en el centro del análisis el egoísmo y la ambición humanas, causas primeras de la lucha de clases. En su faceta prescriptiva, egoísmo y ambición desaparecen y los lobos se reparten pacíficamente las raciones. Mí no comprender.

El mejor ejemplo de la incongruencia entre pedantez críptica y violencia animal que dan forma al marxismo está en mayo del 68: un empacho de intelectualoides, culturetas y burgueses se declaraba maoísta en las calles de París. En agosto de 1966 y bajo las instrucciones directas de Mao, más de 10000 personas habían sido asesinadas por la Guardia Roja en Pekín. Los profesores fueron uno de los principales objetivos. En el caso de los niños, los métodos más utilizados eran «golpearlos contra el suelo o partirlos en dos».

¡Oh, capitán! ¡Mi capitán!

Aunque mi generación las conozca por El club de los poetas muertos, las palabras son de Walt Whitman por la muerte de Abraham Lincoln. En Sin perdón, el personaje interpretado por Richard Harris se pavonea tras el asesinato de Lincoln de que en Inglaterra cuentan con la ventaja de la monarquía: a nadie se le ocurriría disparar a un rey. Obviamente no conoció a Eduardo VIII.

Si la cosa va de capitanes, en el Madrí tenemos dos.

El carro de Karim

El carro de Karim está a rebosar los últimos años: está lleno de los que solo veían los goles de Ronaldo el-no-tan-bueno y no los pases ni los espacios de Karim. No entendían, ni lo harán nunca, que Karim marcaba menos por lo mismo por lo que ahora marca más: porque el fútbol es un deporte de equipo y lo primero es hacer lo que el equipo necesite.

Dan ganas de coger el farol de Diógenes para buscar al hombre honrado: aquel que continúe manteniendo a día de hoy que «Karim no vale», que «es mu malo» o que «no tiene carácter» (en España confundimos carácter con poner cara de intensidad). Habría ahí un hombre coherente. Ciego como un gato de escayola, pero coherente.

No nos preocupa que el carro esté a rebosar: en primer lugar, porque es muy bonito pedir perdón y reconocer los errores; en segundo, porque Karim sabe, como Kipling, que el fracaso y el triunfo son un par de impostores.

El carro de Sergio

El carro de Llull es distinto: es el carro que el domingo le endosó al otro finalista de la Supercopa; a sus 8 jugadores en pista y a los 7 del banquillo. 24 puntitos para vengar a su compañero Heurtel: no sé si se ha insistido lo suficiente en que el otro finalista dejó en tierra el año pasado a un jugador de su plantilla en plena pandemia. Esas son las cositas que hace el otro finalista. También pierde partidos de Euroliga adrede para intentar perjudicar a su obsesión blanca: el Madrí cogió el regalo y estuvo a punto de consumar la gesta más bonita de la historia de la competición. Pero Dios no se queda con nada de nadie: cuando el equipo que deja en tierra a sus jugadores volvió a jugar con Efes en la final, ya intentando ganar, volvió a perder. Quedó segundo, que es su posición favorita: 2 veces primeros y 6 segundos en Copa de Europa y 19 primeros y 21 segundos en Liga. Segundo, segundito, segundón.

Pero volvamos a Llull, el palíndromo más madridista que existirá jamás. Si hace unos meses hablábamos de los que nunca se fueron, el trono lo ocupa el mahonés, que le dio calabazas a la NBA por el club de nuestros sueños. Sergi lloraba sobre el mismo parqué que le rompió el cruzado, abrazado al mismo entrenador cabrón (¡qué grande es Laso!) que el día anterior le había dado poquito de comer. ¿Tendrá algo que ver el cabreo del sábado con el partidazo del domingo? Como se enteren los pedagogos de lo que ayuda a cumplir los objetivos que a uno lo puteen un poquito, lo mismo colapsan y nos dejan en paz.

Viva Vinicius

El mundo necesitaba a Vinicius. Un hombre sin miedo a nada que se atreve a ser libre donde los demás hace tiempo que claudicamos. Vinicius (motocabra inmortal) si ve un prado lo corre, si ve una valla la salta y si ve una grada la escala. Ver a Vinicius zambulléndose en la fanaticada, escandalizando a gazmoños y apocados, nos recordó los tiempos en que éramos libres, en que fumábamos Marlboro rojo y les echábamos súper a nuestros bólidos, usábamos las vocales que queríamos y no las que nos dictaba la censura totalitaria, y no nos habíamos vuelto todos gilipollas.

Late en Vinicius la pulsión de descubridores y de héroes, de los inventores que se plantaban unas alas de cuero y se tiraban desde la torre Eiffel porque preferían la muerte rápida y gloriosa a una vida lenta masticando tedio.

Cuentan que cuando a G. L. Mallory le preguntaban por qué escalar el Everest, con la que estaba cayendo, él contestaba «Porque está ahí». Mallory desapareció en 1924 y ni siquiera sabemos si lo logró, pero sí sabemos que murió con la serenidad de quien nunca le volvió la cara a un poquito de cellisca.

A los tristes le está costando reconocer a Vinicius, mientras que ya han canonizado a otros por hacer un buen Gamper (posiblemente ya no recuerden los tiempos en que Riqui Puig era Pelé). Esta renuencia ha de reconfortarnos, porque nace del miedo. Desde que vieron el remate ante el Levante se despiertan cada noche con la misma pesadilla: la certeza reprimida de que que la puso ahí porque la quiso poner ahí, de que ha aprendido lo único que le faltaba. Cuando el domingo levantó la cabeza y pasó a la red, el puñal se clavó un poquito más en el corazón de los cenizos. «Lo del Levante fue verdad», barruntan, y no encuentran en Sport ni en Mundo deportivo (el mundo acaba en Mollerusa) lenitivo para su zozobra.

«Mira, moreno, esta gente es muy cabrona, y en cuanto estés dos partidos sin mojar volverán a maldecirte, pero si desoyes el momento y levantas la mirada, un domingo con el sol en Concha Espina el balón llegará a tus pies y un murmullo como de tendido te hará saber que señorío es morir en el campo y que el mundo empieza y acaba en Chamartín. Te lo digo yo, que soy medio argelino».

Te estamos vigilando

El pasado mes de febrero, Gina Carano, la actriz que encarnada a Cara Dune en El mandaloriano, escribió lo siguiente:

«… los judíos fueron golpeados en las calles, no por soldados nazis sino por sus vecinos… incluso por niños. Debido a que la historia se edita, la mayoría de la gente hoy en día no se da cuenta de que para llegar al punto en que los soldados nazis pudieran arrestar fácilmente a miles de judíos, el gobierno primero hizo que sus propios vecinos los odiaran simplemente por ser judíos.

¿En qué se diferencia eso de odiar a alguien por sus opiniones políticas?».

A mí el argumento me parece impecable. Pero síganme y verán que en USA hay opiniones políticas que sí está bien visto perseguir.

Lo que ocurrió después quizá ya lo sepan: se activó la cultura de la cancelación, muchos (¿…?) tuiteros enfadadísimos pidieron su despido y Lucasfilm la despidió.

Posteriormente, para ahorrar espacio, las declaraciones de Carano se resumieron en «ser republicano equivale a haber sido judío durante el Holocausto». El resumen tiene el desliz de incluir la palabra republicano, cosa que Carano, hasta donde yo sé, no había hecho. Pero ¡ay!, la actriz es efectivamente republicana, y es muy probable que se refiriera a los republicanos. El caso es que no lo dijo.

Aventúrense ahora conmigo por los procelosos mares de la hipótesis. Cojan las declaraciones literales (las de arriba) e imaginen que las hubiera dicho un actor demócrata. ¿Piensan que lo habrían despedido? Ustedes y yo sabemos que no. Entonces, ¿se la despidió por ser republicana? Probablemente. ¿Es esto una forma de persecución por ideas políticas? Sí. ¿Tenía razón Carano, incluso en su versión arteramente resumida? Lamentablemente.

¿Le importan algo a Lucasfilm la política, los derechos humanos, la libertad de expresión o la situación de los refugiados? ¿Han leído a Montesquieu, Rousseau, Madison o Chateaubriand? Nein. Su único anhelo es no defraudar a los tuiteros enfadados, porque los tuiteros enfadados son adolescentes con móvil (esto es, zombis), y los adolescentes con móvil ven Disney+. Ahí empiezan y terminan las cuitas políticas de Lucasfilm: en la viruta.

El párrafo anterior es importante: ahora sopla viento del este y la vigilancia la ejerce la izquierda, pero hace 70 años el viento soplaba del oeste y el cine hizo la limpia en sentido contrario. El caso es limpiar, ir de inmaculado y puro, y organizar las cacerías a favor de mayorías. En Estados Unidos ser bruja en Salem, ser comunista en los 50 y ser republicano en la industria del cine actual comparten el mismo drama: el de estar en minoría.

Y no solo eso: el móvil siempre es el mismo. El objetivo final es que el consumidor (ya sea el espectador o el votante) no se enfade. El capitalismo siempre gana porque su mano está allí al fondo, escondida, disfrazada de corrección política hasta que toque disfrazarse de otra cosa.